En un marco global tensionado por la incertidumbre con los aranceles y, en particular, por la guerra comercial entre Estados Unidos y China, los bancos centrales, como ya ocurriera con la crisis financiera y la pandemia, vuelven a estar en el centro del escenario económico global. La Reserva Federal de Estados Unidos y el Banco Central Europeo van a tener unos difíciles meses por delante. Los probables conflictos geopolíticos, a cuyos riesgos se ha referido el FMI recientemente, y las distorsiones en las cadenas globales de suministro, van a elevar el grado de exigencia. No parece tratarse aún de un momento Lehman Brothers, pero sí que tiene toda la pinta de ser peliagudo, sobre todo si las tensiones arancelarias continúan agravando el panorama financiero.Este tipo de shock, a diferencia de una crisis financiera o una recesión convencional, tiene una naturaleza eminentemente política y externa al control directo de los bancos centrales. Algo parecido al choque de la pandemia –en este caso, una crisis sanitaria global. No obstante, las consecuencias económicas de la grave tensión arancelaria recaen de lleno en la esfera de acción de los bancos centrales. La Fed se encuentra en una encrucijada. Seguir en pausa en su estrategia para contener una inflación alimentada por factores no monetarios podría agravar la desaceleración de la inversión y la actividad económica. Sin embargo, ser complaciente bajando tipos podría minar su credibilidad y anclar expectativas de inflación al alza. Además, las crecientes tensiones políticas internas –donde algunos sectores presionan a la Fed para estabilizar la economía– ponen en peligro su independencia.La situación no es del todo distinta en la zona euro, donde la fragilidad en el crecimiento ya es un clásico. La eurozona es más dependiente del comercio internacional que EE UU, por lo que los efectos de las tensiones arancelarias se sentirán de forma aún más intensa. La labor del BCE se complica con la fragmentación del bloque. Las diferencias en el crecimiento en los países grandes, como Alemania, Francia, Italia o España, dificultan una respuesta unificada. Subir tipos podría proteger el poder adquisitivo en el norte de Europa, pero ahogar aún más la recuperación de los países con mayor endeudamiento como Italia. Y se vienen por delante nuevos esfuerzos fiscales por el aumento del gasto en defensa y seguridad. Hoy se reúne el Consejo del BCE y se estará muy atento a su decisión. Apunta a una nueva bajada de tipos, algo que no se pronosticaba hace unas semanas.Luego está uno de los canales más sensibles, el de los mercados financieros. Las decisiones de los bancos centrales son seguidas con atención quirúrgica por los inversores. Y ahora la situación es mucho más compleja para la Fed que para el BCE. El mercado de deuda pública estadounidense, en particular, ha mostrado una gran sensibilidad a las expectativas de inflación y a la percepción de riesgo sistémico. El mercado de Treasuries –tradicionalmente considerado como el activo libre de riesgo por excelencia– ha experimentado una notable volatilidad. Que se explica, en buena parte, por la incertidumbre arancelaria y fiscal y la reducción de la demanda estructural por estos bonos. China, uno de los mayores tenedores, ha reducido gradualmente su exposición como respuesta estratégica al conflicto comercial. Este mercado ha sido testigo de aumentos inusuales en la volatilidad, caídas en la liquidez y amplios diferenciales bid-ask que han encendido las alarmas entre analistas y autoridades. Muchos miran hacia la Fed en busca de soluciones. Las herramientas convencionales –como la bajada de tipos– tienen una efectividad limitada frente a shocks de oferta como el arancelario. La confianza en la política monetaria se convierte así en un activo intangible pero crítico, cuya erosión podría desencadenar una fuga de capitales y un endurecimiento abrupto de las condiciones financieras.No es la primera vez que se presentan tensiones de este tipo. Durante el estallido de la pandemia, el mercado de Treasuries vivió uno de sus peores momentos cuando inversores institucionales comenzaron a liquidar bonos en masa para conseguir liquidez. Provocó una disfunción severa que obligó a la Fed a comprar bonos a gran escala mediante su programa de flexibilización cuantitativa (QE), que fue clave para estabilizar el sistema financiero.Muchos abogan por que se vuelva a emplear ahora. Sin embargo, en la pandemia había una causa externa inesperada sobre la que nada se podía hacer –crisis sanitaria–, y ahora todo se debe a una combinación de decisiones voluntarias del Gobierno norteamericano y a disfuncionalidades del mercado de bonos. Rescatarlo ahora nuevamente puede generar incentivos perversos para el futuro. Se habla de otras opciones, como que la Fed podría colaborar con el Tesoro para coordinar mejor la emisión de deuda, distribuyéndola de manera menos agresiva. O fortalecer la infraestructura del mercado secundario de Treasuries, incentivando la participación de creadores de mercado, o incluso habilitando un dealer de última instancia.En suma, la Fed y el BCE se enfrentan al desafío de mantener la credibilidad, sostener la demanda interna y anclar las expectativas de inflación, todo ello en un entorno donde las decisiones políticas externas –como los aranceles– limitan enormemente sus márgenes de maniobra. Con un reto enorme además para la Fed, encontrar el equilibrio entre mantener su credibilidad frente a la inflación y evitar una disfunción financiera en la situación de los Treasuries que pueda extenderse a otros mercados. Seguro que la Fed agradecería algo más de coherencia en las políticas económicas del Gobierno de su país.Santiago Carbó Valverde es catedrático de Economía de la Universitat de València y director de estudios financieros de Funcas
Los bancos centrales se enfrentan probablemente a otra grave tensión financiera | Opinión
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