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El nuevo régimen, apuntes del año VII | Opinión

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El del PRI fue un sistema político basado en reglas específicas. Entre otras, la no reelección; las facultades metaconstitucionales que daban al Ejecutivo el poder de definir su sucesor; el recambio del grupo élite, y la posibilidad de modificar la ruta, incluso con ruptura, cada sexenio. Fue un régimen abrasador, que no permitía la disidencia; en su lógica, si querías participar en política, debías hacerlo dentro del sistema; a cambio, el régimen ofrecía no solo la posibilidad de una carrera, sino impunidad discrecional y/o negocios. El costo de ese sistema, que en teoría garantizaba la paz social porque mojaba la pólvora de los generales y de los caciques que les sucedieron, se pagó en corrupción y graves violaciones a los derechos humanos. Y, por supuesto, en atraso económico y profundas crisis. Esa sombra histórica genera intranquilidad a quien cree que Morena es el resurgimiento del PRI. Empero, hay diferencias no menores entre los priistas, con sus antecesores históricos, y lo que se está fraguando en el momento actual. Morena cree que, así como la Revolución derivó en un sistema de gobierno durante siete décadas, la llegada de AMLO en 2018 supone el inicio de un nuevo modelo. Es egocéntrico y megalómano, pero es lo que creen. Y en ello empeñan sus energías. Lo anterior no descarta coincidencias entre el tricolor y los guindas. El PRI y Morena comparten la manía de hacer de la cita electoral un factor de legitimación absoluto. Antes, las urnas eran una fachada de una democracia en la que ganaban solo unos. Ahora, marginales triunfos de la oposición son argumento de que hay equidad electoral. El primero de junio es el mejor ejemplo: elecciones para tener un nuevo Poder Judicial que son usadas por el régimen como ardid, “somos el país más democrático del mundo”, a pesar la de altísima abstención y la muy dudosa legalidad de un proceso donde el gobierno y su partido intervinieron con “acordeones”. Como en sus tiempos el PRI, Morena tiene un discurso popular que la mayoría premia: la oposición y los neoliberales siempre nos dijeron cuánto nos faltaba para parecernos al mundo, los estatistas de ayer y de hoy nos dicen que ya quisiera el mundo parecerse a México. Sí, con Morena resurgen los discursos nacionalistas, indigenistas y populares; muy atendibles, pero no hay evidencia de que esas reivindicaciones se traduzcan en bienestar sostenido o sostenible para la nación en general, y para los más pobres en particular. Hasta hoy se trata, como en el pasado priista, de explotar esa narrativa sin realmente cambiar las condiciones de la población pobre, ni de las comunidades originarias, que hoy como antes padecen alta marginación, carencia de servicios y hasta despojo de sus recursos. Aunque con Morena ha salido gente de la pobreza, la retórica está muy lejos de la realidad: el sistema de salud está en una situación paupérrima, peor que antes y eso es mucho decir; y la paz social que supuestamente garantizaría su poderío hegemónico no existe en regiones enteras donde también los más pobres son presa del expolio de los criminales. Y así como en el tema del nacionalismo Morena va que vuela para superar al PRI, ocurre lo mismo con la forma en que pretende ser vista como la única opción política válida. En el viejo régimen, el PAN (por mucho tiempo el principal opositor) era tratado como un traidor a la patria. Sus miembros eran vistos como oligarcas lejanos al pueblo, cercanos a intereses extranjeros o empresariales. Sus objetivos eran tildados de antimexicanos. El nuevo régimen tiene el mismo discurso sobre quien disienta, con un elemento adicional: se permite más la grosería y la incivilidad. El uso reiterado de medios de comunicación estatales para denostar, con el peor lenguaje posible, a adversarios y críticos, no tiene precedentes. De ahí que no sorprenda que tantos migren a Morena, incluso a sabiendas de que el nuevo modelo está lejos de garantizar reglas claras para el reparto del poder; quizá porque apenas llevan 7 años, quizá porque aún no saben cómo, quizá porque AMLO no quiere. Casi un año después de la primera transición, el grupo de la presidenta sigue siendo demasiado parecido al del sexenio anterior. No hay ruptura no solo entre ella y el ex, tampoco en el conjunto que gobierna. Esa falta de refresco, ese enquistamiento, es perjudicial. Lo anterior no se debe a que Sheinbaum sea una marioneta de López Obrador. Más que una mandataria tutelada, como creen demasiados, es una militante convencida de que la ruta —estatista, sectaria, centralizadora— trazada por AMLO no tiene que ser corregida. Porque la nueva administración puede hacer cambios en programas específicos o de métodos, como el de la seguridad, pero al menos en este sexenio eso, la ruptura, no va a empatar a Morena con el PRI, cuyos presidentes sí tenían la costumbre de la autonomía. A lo más, Claudia ajustará la filosofía de su líder al momento actual; en ello imprime su personalidad, pero ¿irá más allá? Si desmilitarizara la seguridad sería un cambio real; que haya balazos es un ajuste, no necesariamente un cambio. Y así en prácticamente cada cosa. Quizá ello se deba a que, a diferencia del PRI, Morena no tiene aún carácter institucional. Aquí sí hay caudillo. Y por vía doble. Lo tenemos en su persona (AMLO), y lo tenemos en sus hijos (particularmente Andrés Manuel López Beltrán, secretario de organización de Morena). Si tienes como figura importante del movimiento a un líder que seguirá publicando, y en el partido al hijo del fundador del movimiento, es imposible que eso no se traduzca en juegos de poder que irán en detrimento, antes que nada, de la presidencia de Sheinbaum. Entre las cosas que la vigencia del caudillo complica a la nueva mandataria está el ejercer su prerrogativa política para remover a gente del movimiento que por años estuvo con AMLO y hoy carga sospechas e indicios de pactos con criminales. Los mexicanos padecimos el error del PRI al tolerar criminales y al pensar que los podía tutelar. Morena no puede repetir el engaño de creer que es inocua la convivencia o la connivencia entre el crimen organizado y el poder establecido: eso contamina, pudre. Sería igualmente intolerable el retorno de los caciques que violaban derechos humanos, que despojaban comunidades enteras, que ofrecían paz mientras mataban a quienes reclamaban lo elemental… Caciques y gobernadores que, por igual, silenciaban a la prensa. Gobernadores de antes se sentirían reivindicados con lo que hacen algunos mandatarios estatales morenistas. La censura amenaza como pocas veces en el pasado reciente con retroceder el reloj mexicano a un debate público donde solo la voz oficial tiene permiso. La nueva élite política, que encima cada día incurre en indignantes e irrisorios dispendios y lujos que vacían de sentido su discurso de austeridad, ya porta sin tapujos el ropaje de la tentación autoritaria de la mordaza a la libertad de expresión y al derecho a la información. Porque aun subrayando diferencias, Morena se afana día con día para parecerse a lo que sí era el PRI: un grupo ensimismado en donde el discurso es la justicia social, pero la realidad es justicia para mí y mis compadres porque lo único importante es eternizarnos en el poder. Morena debería entender que el PRI menos pernicioso fue aquel con un sistema donde la oposición —izquierdas incluidas— era medianamente respetada, el Congreso, plural en su trabajo legislativo, los triunfos opositores reconocidos y los gobernadores controlados. Un Morena con pretensiones avasallantes es la receta para su propio desastre, y con ello el de la nación. Tienen que entender la dimensión de su poder, la responsabilidad que conlleva, y los demonios que esa fuerza, sin contrapesos políticos, puede desatar. Finalmente, si Morena no quiere ser el nuevo PRI, tiene que dar verdad y justicia a los crímenes del pasado, y al mirarse en ese espejo evitar la ilusión de que se puede tener democracia y convivencia con el crimen organizado, o bienestar con censura. Claro, ello incomodaría a los gobernadores y al Ejército; y Morena, a diferencia del PRI tardío, abre cada día más puertas y negocios a las fuerzas armadas, y más impunidad a sus gobernadores. No son iguales, en efecto, a los del pasado. Mas no pinta bien lo que sí son.


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