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La inagotable fascinación por Torrente Malvido, escritor y ladrón de guante blanco | Cultura

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La saga de los Torrente: abuelo, tío y sobrino. Tres generaciones de una estirpe literaria diseccionada por el último de la dinastía. A partir de las encendidas cartas de sus abuelos, Gonzalo Torrente Ballester y su primera esposa, Josefina Malvido, el escritor Marcos Giralt Torrente arranca en Los ilusionistas (Anagrama) un relato autobiográfico sobre los cuatro hijos de la pareja. Una historia de felicidad y desgracia tallada por la pólvora de la escritura. De los ilusionistas solo queda viva la madre del autor. A ella rinde tributo esta novela en la que desempolva, en uno de los capítulos, las peripecias de su referente más querido, su tío Gonzalo Torrente Malvido, autor de más de una decena de títulos y ladrón de guante blanco. La fascinación del personaje sigue viva entre biógrafos y escritores noveles.Más informaciónEn el relato de Los ilusionistas será G. Gonga para la familia, Malvino y Gonzalito para los bohemios y el profesor para los reclusos en la madrileña prisión de Carabanchel. Escritor, traductor y guionista, Gonzalo Torrente Malvido pasaba una temporada en el barracón de los comunes por usurpación de personalidad cuando en 1969 ganó el premio Sésamo por su novela Tiempo provisional, sobre el amor y las drogas. No fue el primer galardón literario de un autor que deslumbró a una progresía abiertamente contraria al régimen franquista. Su padre, el consagrado Torrente Ballester, le había inculcado la afición por la escritura.El hijo del escritor arrancó la década de los sesenta como finalista del Nadal con su primera novela, Hombre varado, un relato plagado de sinvergüenzas y vividores, y en 1963 se hizo con el Café Gijón por La raya, con una trama de fondo policiaco. Las décadas siguientes quedarían marcada por las condenas carcelarias, acusado de falsificación de documentos bancarios y otros timos. Las encadenó hasta acabar como un indigente, en la zona del Rastro madrileño, donde se ganó el apodo de El chamán.Fottomatón de Gonzalo Torrente Malvido.Podía ser un dandi o un estafador. Y en ambas tareas brillaba. A Torrente Malvido (Ferrol, 1935–Madrid, 2011) le precedía su fama de mentiroso compulsivo y un expediente de fechorías y sablazos, pero en el Madrid de los setenta sus correrías al margen de la ley se contemplaban con simpatía. Unas veces era el robo de un valioso cáliz, otras una cubertería o la falsificación de unos cheques de viaje. Se parecía a Jean Genet. Hubo un tiempo en que brillaba con luz propia en el ambiente cultural del momento. Tuvo dos hijas y numerosas amantes. Amigo, entre otros, de Paco Umbral, Carmen Martín Gaite (con la que tuvo un tormentoso idilio), Marisol, Antonio Gades y Camarón, con el que compartió una amistad y convergencia de años en los que la moneda corriente fue el polvo blanco. A Torrente Malvido le debemos la nueva dentadura del cantaor y el cambio que experimentó su voz cuando le implantaron en Vigo los dientes que había perdido por el abuso de las drogas. Convirtió una de sus juergas, de esas que duran varios días, en un cuento, Bulería de Cai.Muchos de los testigos de la época han fallecido, pero, en general, los que le trataron, a los que dejó alguna cuenta pendiente, no le guardan especial rencor, aunque pidan no ser citados. Se contaba que Keith Richards le había regalado una cazadora de cuero tras una noche de fiesta y que usaba un billete con la cara del Che para esnifar cocaína. En los ochenta publicó Cuentos de la mala vida, sobre sus peripecias carcelarias, firmó el guion de la adaptación cinematográfica de la obra de su progenitor Crónica del rey pasmado y publicó Torrente Ballester, mi padre. Lo entrevisté en 1996, acababa de publicar Doce cuentos ejemplares, en Alfaguara, una de sus últimas publicaciones. Dominaba el arte del relato y era un as con los diálogos. “Lo que importa es el análisis literario, el cómo y no el qué”, me dijo. Vivía retirado en una aldea gallega, pero ese día, para celebrar su reencuentro con Madrid, tenía previsto asistir al concierto de Rancapino y emborracharse. Suponemos que no regresó a tiempo al pueblo junto al Miño donde daba clases. Aseguró que “salía menos” y que estaba alojado en casa de unos amigos en la calle Velázquez. Alguien contó después que, cuando los dueños regresaron de sus vacaciones, había vendido todo lo de valor.A su padre, Gonzalo Torrente Ballester, lo había conocido un año antes en Salamanca. Presentaba La boda de Chon Recalde, una de las últimas novelas y todos se referían a él como Don Gonzalo. A sus 85 años, Don Gonzalo se apoyaba en un bastón, y atendió a una caterva de periodistas culturales con erudición, simpatía e inteligencia. Ya había recibido el Premio Cervantes y escrito novelas como La saga fuga de J. B. También, claro, la trilogía de los Gozos y las sombras, cuyo primer tomo iba dedicado a “quien más dolor me causa”, un capón ¿merecido? al mayor de sus hijos que desde niño desafió su autoridad. El primero de los castigos llegó pronto y era severo. Con seis años se hizo con un mazo de estampas de futbolistas —“no sé con qué promesas o hurtados”— con las que trapicheó entre los chavales durante un par de días. El problema llegó cuando alguien se presentó en casa a reclamar la propiedad de las estampas. Hubo más correctivos y más trastadas como hacer pellas, fumar o sisar unas monedas.Entrevista con el escritor Gonzalo Torrente Malvido en 1996.Gorka LejarcegiLa infancia de los ilusionistas en Ferrol, mientras el padre buscaba en Madrid la fama literaria para poder reunir a la familia, no fue sencilla. “Los cheques o las transferencias tardaban en llegar y de ello se daba cuenta mi tío, debido a su condición de hermano mayor y tener una madre enferma que debía recurrir a él para pedir dinero prestado o pedir fiado en los comercios”, cuenta Giralt Torrente en su novela. A su aislamiento se sumó la muerte prematura de su madre y el nuevo matrimonio del padre, del que nacieron once hijos. A su padre le llovían las cartas, mezcla de desesperación y arrepentimiento, pidiendo dinero desde distintas cárceles. Adoraba a Marisa, su hermana pequeña, y a su sobrino. “Mi madre lo recibía con fraternal hospitalidad, pero le imponía unas reglas que también a mí me obligaba a respetar: ni se le permitía quedarse a solas en la casa ni podían confiársele las llaves”, cuenta Giralt en el capítulo dedicado a su tío. Las estancias en su casa finalizaban tan de repente como comenzaban. “Un día llegaba cautivo de una gran excitación, recogía sus pertenencias y se iba como perseguido. Después no volvíamos a saber nada de él hasta que meses o años más tarde llamaba al telefonillo”.Sus libros, descatalogados, perviven en el mercado de segunda mano en diferentes ediciones, pero la fascinación del personaje no se ha apagado. El escritor J. Benito Fernández ultima una biografía del autor, en la que la mayor dificultad pasa por rellenar sus ausencias o desapariciones, en Francia, Italia, Alemania, Portugal o Marruecos, donde pasó largas temporadas y conoció algunas cárceles. Y Munir Hachemi, escritor al que trató mientras dormía en una furgoneta, retrata su particular visión del personaje en la última etapa de su existencia, en Arqueología del fracaso (Zut ediciones). Entonces se ganó el apodo de El chamán, cliente fiel del Bukowski club y de sus sesiones de poesía y relatos. Entre tabaco y aguardiente, recomendaba a sus fascinados seguidores lecturas de Ítalo Calvino, Malraux o Camus. En una de sus últimas entrevistas, Gonga dijo que la dureza de la madera de un banco de la calle es menor que la dureza de la vida: “La de vivir en la calle ha sido una experiencia más de las tantas que yo he tenido en la vida. Y he tenido muchas”.


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