Cada vez que muere un Papa el inmediatismo mediático tiende a concentrarse en dos cuestiones -el legado y la sucesión- pero omite la interrogante central en estos tiempos: ¿qué iglesia necesitan los creyentes, las personas de fe, el mundo católico en este siglo XXI? Veamos.Con la muerte de Francisco finaliza un papado sereno y reformista. Aunque en los largos ciclos de la historia de la iglesia doce años son un suspiro, algunas de las señales que ya estaban en el radar espiritual, social y político del mundo cuando el antiguo obispo argentino asumió la jefatura de la Santa Sede se han profundizado para bien y para mal, y justo por ello lo relevante es intentar una reflexión reposada sobre los dilemas y encrucijadas con que iniciará la nueva etapa de una institución milenaria.En las últimas décadas ha habido tres papados a cuál más de distintos. Juan Pablo II fue un papa hecho para el activismo, para la política y combatir al comunismo, y para defender una ortodoxia férreamente centrada en la tradición. Más allá de las discusiones de coyuntura acerca de cuán profunda fue la influencia de Juan Pablo II en esos años, lo cierto es que se convirtió en el líder espiritual más poderoso de las últimas décadas y sus funerales simbolizaron gráficamente el legado político e histórico de ese papado.Quizá con Francisco no habrá una congregación espectacular de jefes de estado porque ese dramatismo escenográfico correspondió bien a tres de las cualidades con que Juan Pablo llevó su papado: haber ejecutado una agenda muy concreta para acelerar la caída del comunismo, fortalecer algunas de las posturas más arraigadas en la doctrina de la jerarquía católica, y hacer un uso extraordinariamente eficaz de los medios para llevar su mensaje “urbi et orbi”. Ninguno de esos rasgos se repetirá ahora.Con la elección de Joseph Ratzinger, el antiguo Prefecto para la Congregación de la Doctrina y la Fe, como nuevo Papa, parecía claro que podría asegurarse una cierta continuidad que galvanizara, por un lado, los criterios y ánimos con que el Vaticano pensaba afrontar los problemas de un siglo tan complicado y, por otro, que reconociera la imposibilidad de dar un viraje en las políticas fundamentales de su predecesor como la defensa intransigente del dogma y de las posiciones teológicas más ortodoxas. De hecho, fue más allá en este punto.Ratzinger encajó a la perfección en un molde mucho más interiorizado en los laberintos del poder de la iglesia, la disciplina doctrinal y las posiciones conservadoras ante los problemas mundanos. Lo describió bien Juan Arias: “ante el miedo de un siglo oscuro, los cardenales se decidieron por un papa espiritualista, duro, más intransigente”. Benedicto XVI fue por ello un papa de transición para hacer frente al “relativismo”, las “modas ideológicas” y lo que él mismo identificó como una tendencia amenazante: “la secularización global”, una tendencia que, por cierto, no cambiaría.Por supuesto que nadie pensó que Ratzinger se movería a un extremo liberal pero contribuyó a identificar bajo qué circunstancias podría la iglesia católica hacer su nuevo aggiornamento. Probablemente allí reside la paradoja, al mismo tiempo fortaleza y debilidad, de su papado: construir una dialéctica entre razón y religión. Más fe y más religión, pero menos liturgia y menos masa porque “las mayorías pueden ser ciegas o injustas”, le dice a Jürgen Habermas en 2004. En otras palabras: intentó una iglesia más orientada a una élite doctrinal, más compleja intelectualmente, más divina que mundana.Por distintas razones, el papa Francisco inició su pontificado envuelto en un halo mediático de buena fe y, diríase, de esperanza, no solo para los creyentes sino incluso entre quienes militan en el ancho mundo del agnosticismo. Su papado resultó revelador no tanto por las imágenes de modestia, que es lo de menos, sino por otros pasos: la defensa del estado laico, la política como “una de las formas más altas de la caridad”, la “teología” de las mujeres, su posición frente a las preferencias sexuales –pueden ser “pecado” pero no “delito”- o la degradación del Opus Dei a la categoría de asociación de sacerdotes, entre otras cosas. Con todo y su cauta omisión ante el aborto o el sacerdocio femenino, no fue menor dejar circular discretamente el viento ante cuestiones antes casi heréticas. ¿Hizo una revolución o un aggiornamento? No. Más bien se movió con una dosis cuidadosa de reformismo para introducir en la Curia una agenda posibilista entre las tensiones y conflictos del mundo de estos días.¿Qué sigue? O, mejor dicho, ¿qué Papa para qué Iglesia y qué Iglesia para este siglo? Partamos de un contrasentido: casi todos los indicadores del mundo actual son mejores, pero a la vez es mayor el desconcierto, el desencanto, la polarización, la autocracia y la desconfianza en la democracia, en la política y en los demás. El sentido de comunidad se ha desgastado para dar paso al individualismo, a la soledad elegida, al desprecio o, al menos, a la indiferencia por viejas nociones como la de ciudadanía, que ya no satisfacen las aspiraciones más íntimas y personales del sujeto.De alguna manera, estamos en la que Gilles Lipovetsky llamó la “era del vacío”: ese mundo confundido donde las personas están más interconectadas que nunca, pero al mismo tiempo se sienten más solas y rehúyen cualquier pegamento social como es (o era), por definición, la comunidad, la práctica religiosa y la política. Es decir, hay una anomia ante el surgimiento de nuevas formas de mediación y el reacomodo de prioridades de las personas en tanto individuos dando lugar a preferir el «yo» sobre el «nosotros» como mecanismo de autodefensa ante un escenario incontrolable.Si esa fotografía es más o menos nítida, cómo reflexionará el mundo católico pensante sobre tres cosas esenciales: ¿qué es, para los fines del catolicismo y la fe, lo que cohesiona al mundo actual?; ¿cuáles son los problemas más importantes sobre los que el nuevo papado deberá poner la mayor concentración? y ¿qué papado necesita la Iglesia de hoy?El número de católicos es ya de mil 406 millones de personas, 300 millones más que hace dos décadas y media, un aumento en todos los continentes excepto Europa, si bien el porcentaje sigue siendo el mismo: en torno al 17.5% de la población global. Sin embargo, el número total de sacerdotes en el mundo (407 mil), seminaristas y religiosas sigue disminuyendo, y de nueva cuenta el descenso es mayor en Europa. Si consideramos la transición demográfica, el ascendiente de la Iglesia católica será sobre todo de carácter cualitativo, es decir, causas, identidades, pertenencias múltiples y sentido de propósito. En otras palabras, influencia espiritual, moral y política.El segundo desafío del nuevo papado será cómo ejercer esa influencia en un entorno internacional caótico: desde el crecimiento de las autocracias, guerras y conflictos hasta la desigualdad, la migración descontrolada e ilegal, el cambio climático, las violaciones a los derechos humanos o la pobreza. El tercero, un hierro ardiente al interior de la Curia, serán las posiciones del Vaticano en temas como el divorcio, el abuso, el celibato, el control natal, el aborto, la eutanasia, la investigación genética o los derechos de los homosexuales. Naturalmente esto es por ahora una incógnita, y nada anticipa que haya espacio para una discusión heterodoxa o renovadora acerca de estos temas capitales para una parte muy importante del mundo católico.Y el cuarto dilema es casi metafísico: cómo afrontar esa especie de confusión espiritual que lleva a los seres humanos a buscar respuestas a las grandes preguntas de la existencia y la trascendencia, la verdad o la razón, a través de una fe que tal vez la iglesia católica no está ofreciendo o que no puede hacerlo ante el complicado tejido de la identidad, la cultura y el marco de valores de las sociedades posmodernas. Este es otro desafío mayor: encontrar un mensaje renovado cuyo tono y contenido responda a esas necesidades de la persona, le sirva de acompañamiento espiritual y genere el sentimiento de que la iglesia –su iglesia- es una casa común en la que, conforme a valores como la fe, la compasión y la misericordia, todos caben y tienen un lugar.Así las cosas, ¿del humo blanco saldrá un papa para el poder vicario o para el mundo católico? Nadie lo sabe, pero va a perfilar qué iglesia para un siglo XXI sombrío, incierto y confuso….Otto Granados es autor de La iglesia católica mexicana como grupo de presión (UNAM) y En qué creer y otras historias heterodoxas (Ediciones Cal y Arena).
¿Qué Papa para qué iglesia? | Opinión
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