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Sin techo ni ley: libros que relatan la vida de las personas en la calle | Cultura

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Jony lo explica así: nació en Málaga y se malcrió en Madrid. Sus padres eran heroinómanos, y su madre se prostituía. Tiene un recuerdo: cuando era pequeño, un día, al despertarse, ella “me cogió de la cabeza y me la puso en su coño mientras me gritaba: ‘¡Gracias a esto comemos!”. Ni siquiera era verdad. Casi todo el dinero que entraba en casa era para comprar caballo, y muchas veces el niño desayunaba un vaso de agua con dos cucharaditas de azúcar.Más informaciónLo narra el propio Jony —Jonatan Artiñano— en su libro Así acabé viviendo en la calle (Penguin, 2025). Muchísimas personas conocen ya su historia porque la ha explicado en YouTube, en Instagram, en Twitch —donde tiene casi 400.000 seguidores—, en sus cuentas viviendo en la calle.Artiñano ha iluminado —también literalmente, en sus streamings— una condición invisible que sucede a plena luz del día: lo que supone vivir sin un techo. Además de la obra de Jonatan, otras dos publicaciones tratan este tema: Crónicas del gran tirano, de Nazario (Anagrama, 2025) y Entre portales, de Lídia Pitarch (Icaria, 2025). Desde ángulos distintos, los tres libros hablan de las personas que viven en la intemperie, una problemática que es omnipresente y pocos quieren ver. Un espejo que devuelve una imagen que cuesta mucho mirar.La historia de Jony parecía que podía mejorar cuando su abuela consiguió su custodia y se fue a vivir con ella. Un mediodía le preparó arroz a la cubana y a Jony le pareció un plato tan excelso que se pasó los meses siguientes pidiendo lo mismo para comer.Pero ese nuevo paraíso casero fue un espejismo. El chico no iba bien. Le expulsaron de la escuela y después fue a un instituto donde había competencia por demostrar quién era el peor. “Era agotador”, reconoce ahora. Anduvo con las peores compañías y empezó a hacer cosas “con el piloto automático”, dice: vender hachís, robar vespinos. Notaba que no encajaba en ningún sitio. Solo jugando a futbol, de portero, sentía el aprecio de los demás.Portada de los libros ‘Crónicas del gran tirano’, ‘Entre portales’ y ‘Así acabé viviendo en la calle’.Fue de mal en peor. Probó las pastillas, la cocaína, y empezó a venderlas para pagarse su consumo, hasta que pisó la cárcel. Al salir trabajó un tiempo de albañil, y con su primer sueldo se compró el casete de Grandes planes, del Club de los Poetas Violentos. También se ganó la vida buscando y comerciando caracoles por los mercados, montando sofás y vendiendo porros preparados por los campus de la Universidad Complutense.Volvió a salir mucho de fiesta y volvió la farlopa. Se metía tanta que iba a pillar donde hiciera falta con su Opel Calibra color verde botella. Regresó a la cárcel y al salir quiso probar suerte en Buenos Aires. Pero tampoco pudo ser. Llegó de vuelta a España con una mano delante y otra detrás. Pasó unas semanas alimentándose de lo que encontraba en los cubos de basura del aeropuerto de Barajas, hasta que acabó viviendo en un banco del Paseo del Prado.Estuvo siete años así, entre calles, parques y placitas de Madrid, buscando qué comer, cómo lavarse, dónde refugiarse del frío, la lluvia o el calor, dónde guardar sus cosas, dónde poder descansar o dormir. Hasta que consiguió dejar de consumir y tener una vida estable.Cigarrillos y sardinasEl pintor, historietista y escritor Nazario Luque, conocido como Nazario, hacía años que desde lo alto de su casa, en la Plaza Real de Barcelona, que fotografiaba y dibujaba continuamente, veía a un grupo de personas sin hogar que sobrevivían entre bancos, esquinas y recovecos, muchas veces rodeados de vecinos y turistas que fingían no verlos.Él mismo no los miraba cuando se tropezaba con ellos abajo, en la calle. Sentía temor a establecer algún tipo de vínculo, “pero un muro de cristal se resquebraja en cuanto hay contacto con los ojos”, escribe en Crónicas del gran tirano.En su caso sucedió un mañana, ante un saludo. Al ser preguntado, les explicó que iba al mercado de la Boquería a por sardinas para rebozar. Entonces el grupo, capitaneado por Mich, rompió a hablar, como en sueños, del sabor de ese manjar. Nazario continuó su camino, pero después de comprar, cocinar, comer y siestear en casa, decidió cocinar otro puñado de pescaítos, bajarlos a la plaza y repartirlos entre el grupo.Nazario Luque Vera, conocido por Nazario, fotografiado en su casa de la Plaza Real de Barcelona, en 2021.CARLES RIBAS (EL PAÍS)A partir de entonces, cada día les llevó comida: sepia con patatas, arroz caldoso, albóndigas con salsa, lentejas con chorizo. Surgió algo parecido a una distante amistad, cada uno según su propio interés. Para el grupo, Nazario se convirtió en el “paño de lágrimas, cocinero y filántropo pagano”, relata, mientras que para él mismo la relación supuso “un quehacer, una compañía, un espacio de calor”, dice. Nazario tiene amigos y muchos conocidos, pera aquello era diferente. Desde que Alejandro, su compañero de vida durante décadas, había fallecido, se sentía “como perro abandonado en una cuneta”, detalla en el libro.En esas andanzas, Nazario descubre en Mich —el tirano del título— un personaje digno de Conrad. “Aventurero, delincuente, expresidiario, caprichoso, desconfiado, envidioso, embustero, embaucador, zalamero, buscavidas, indiscreto, liante, revanchista, encantador o seductor”, escribe.Y que su mayor fantasía es tener una habitación para él solo y conseguir una prótesis para su pierna amputada, un muñón mal cosido que “parecía un morcón o una sobrasada”, según el artista sevillano-barcelonés, autor de cómics como Anarcoma o San Reprimonio y las Pirañas.En el comedor de su casa, en conversación sobre su libro, Nazario hace recuento: “Estuve con ellos, ayudándolos algo así como casi cuatro años. Al principio, Fernanda, mi vecina, me decía: ‘Ay, Nazario, ¡qué loca estás!’. Pero no sé, ver su declive era un poco ver también el mío…”. Y mirando por la ventana que da a la plaza Real, parece echarlos de menos. “Yo más que hablar escuchaba. Les oía contar sus batallas. Son personas con agallas, de vida muy intensa”, dice el autor de libros como La vida cotidiana del dibujante underground.En esas idas y venidas, con bolsas y táperes de comida, Nazario conoció a otros que, entre mantas, cigarrillos y tetrabriks de mal vino, entre relatos de enfermedades y hurtos, sobrevivían en la calle. Personas como Cristiano el francés, que toreaba a su perro labrador para regocijo de los turistas, que de esa manera le echaban unas monedas. O como Helga, una alemana alcohólica y coqueta a la que le encantaba bailar, que a veces recordaba que hacía años le robaron todo lo que tenía, y que, alguna vez, por la noche, tenía pesadillas terroríficas.Mucho estereotipoLa situación de las mujeres en la calle es mucho más dura si cabe. En Entre portales, Lídia Pitarch, doctora en Derecho Global y Seguridad Humana y sargento de la Guardia Urbana en Barcelona, teje una ficción de cinco mujeres diferentes —Lili, Gina, Elisa, Luz y Ary— hechas de retazos a partir de una quincena de mujeres reales que ella conoció.Sin hogar, las mujeres normalmente adoptan tres roles diferentes para sobrevivir, según Pitarch: unas intentan ir por libre, pasar desapercibidas y huir de los grupos, otras adoptan una actitud de vulnerabilidad y de búsqueda de protección, y otras se enfrentan a los grupos como pueden.Más informaciónPorque sobrevivir es muy difícil: en su libro detalla que en la calle el 10 o 20% de las personas sin techo son mujeres, y que la violencia que sufren puede ser atroz, alcanzando al 90% de ellas. Eso en una situación ya de por sí durísima: en las personas sin hogar, la mortalidad es tres o cuatro veces superior a la de la población en general, y la esperanza de vida no supera los 53 años.El problema es que la carestía de la vivienda y la vida en general en la ciudad está llevando a un aumento dramático de las personas que acaban malviviendo, precisamente, entre portales: en Barcelona hay 1.250 personas en la calle (un 90% más que en 2008); en Londres casi 12.000 (un aumento de más del 100% con respecto a 2011), y en Los Ángeles, 46.000.“Hay gente que cree están así porque no aceptan ayuda, porque se lo han buscado o porque lo que hacen es robar. Hay mucho mito, mucho estereotipo”, dice Pitarch. “Y encima, desde fuera, se divide un poco a esas personas entre ‘el mal pobre y el buen pobre’, según hacen lo que se les pide, o no”, explica.Pitarch coincide con la visión de Nazario: cuesta mirar de frente y tener empatía con una problemática así. “Más que odio, yo diría que hay miedo al pobre. Hay sensibilidad hacia las personas que sufren, pero con los que están lejos, no con los de delante de tu portal”, reflexiona por teléfono.Sus investigaciones le han hecho llegar a la conclusión de que muchas veces las mujeres jóvenes acaban viviendo en la calle porque se han perdido por el camino en una búsqueda de identidad que ha salido mal. Hay malos hábitos, hay violencia, y muchas veces han roto puentes con su familia. En su labor, Pitarch constata que hay chicas que coinciden en repetir el impacto de la típica frase de bronca en casa “¡si te vas, no hace falta que vuelvas!”, tomándosela literalmente. “A veces, cuando las encontramos viviendo en la calle y les decimos de avisar a su familia, nos dicen que no quieren que sus madres las vean así”, relata Pitarch.Lo peor es la sensación de soledad, de indefensión, de que no importar a nadie, confiesa Jony. “Una de las cosas que más lastran a las personas en la calle es la parte mental. Todos necesitamos un poco a los demás, su aprobación, una motivación para seguir”, dice.Pero nada es fácil, y abordar problemáticas así es una cuestión compleja. “Algunos solo necesitan un empujón, otros en cambio tienen problemas psiquiátricos graves, o una cronificación de consumo de droga, falta brutal de autoestima o un alcoholismo muy severo… Y cada uno necesita un proceso diferente”, alerta.Él se recuperó, y ahora trabaja de rider, repartiendo comida entre calles y avenidas. Se siente muy comprometido con esa comunidad, y entre entrega y entrega, confiesa que andan planeando fórmulas para evitar la explotación del trabajo ajeno.A pesar de las inclemencias vividas, Jony acaba la conversación con una impresión luminosa: la generosidad de muchas personas. “Hay gente que está por ti. Te da ropa, te da comida, te cuida. Eso ayuda mucho en determinados momentos. La verdad, yo no esperaba que fueran a empatizar conmigo”, dice, y después cuelga el teléfono.“Cuando uno sufre como nosotros, lo peor es perder la dignidad. Una vez leí a un poeta. Sería italiano, quizá ruso. Decía que siempre le estamos pidiendo a la vida que nos dé algo. Pero es la vida la que espera de nosotros”, dice Vittorio, un exmercenario que vive en calle, en el libro Solo pido un poco de belleza (Ediciones B, 2016), una crónica sobre un grupo de personas sin techo en Barcelona, escrita por el reportero Bru Rovira. “A veces pareces un cura, Vittorio, un monsignore”, le responde en el libro —medio en broma, medio en serio— Rovira. Y se ríen juntos.


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